(Experimento narrativo, porque no todo es teoría)
El hombre de café, allí, sentado, agita la pajilla y se deleita entre aromas ancestrales. Respira profundo mientra derrama la dulzura con su torpeza siniestra. Se hace turbio ese te de blancas burbujas.
Levanta la mirada solo para encontrar el beso furtivo de los labios cómplices de dos amantes de domingo; el paso grácil de una adolescente atrae su atención, evoca tiempos mejores: de ansias febriles, de sueños no alcanzados, de pasiones no sentidas. El café se enfría. -Señor, su pan. -Gracias. La cansada sonrisa, la tristeza y el asombro. Sólo evade la mirada lastimosa para darse cuenta que alguien contaba decenas de moneditas sobre la mesa vecina. Un capricho, una confitura, eso que bien vale el esfuerzo de hurgar el fondo de la cartera.
El hombre del café, sorbe el primer trago y se percata de la dulzura exagerada de aquella torpe mano. Un poco de agua al final del deleite lo calmará todo. Solamente eso. El pan está caliente, quizá de más. Cuando pueda morderlo, el café puede que sea historia. Los tiempos del café tienen misterios, tienen momentos. La infusión de un grano tostado, de un grano desnudo y mancillado al sol. Manos toscas, historias, cantos de labranzas, de cosechas, de tendido, de moliendas y de largos viajes en costales de fique.
El hombre del café no olvida el trote, los besos, los rastrojos y quién fue antes de estar allí, en esa mesa verde, sobre esa silla negra, frente a las monedas y su ruido frenético, la música de fondo: tenue, de notas neutras; un jazz, una balada, algo de eso que es tan común en la sala de espera.
-“¿Que hora es?”, lo sorprende una voz conocida. Es aquella sonrisa del pan aún humeante. No advierte que sus brazos desnudos son su vieja tradición de olvidar el tiempo, especialmente los domingos. Su reloj es el café que se enfría, el panque se resiste a abandonar su fuego. –“No sé, aún es de día, creo”. La sonrisa vuelve a su rutina, y patenta su queja
Las monedas caen sordas de la mesa en la mano que hace una cuenca. Es hipnótico, lo atrae aquel ritual, lo distrae. ¿Lo distrae de qué?, de nada.
El café, sí, el café se acaba ante cada bocanada, ante el humo próximo , aquel que le perturba desde aquella época en que juró solemnemente su renuncia al placer de tabaco: de su picadillo maldito, de su alquitrán, de sus tantas cosas que le dilataban las pupilas. ¡Qué placer!, ése cierto placer que le provocaba.
-"Estoy cansado", se dice. Muerde con hastío y reclama para sí lo que pudo ser una maravillosa tarde dominguera y que ahora es un tibio trozo de pan, una taza de café vacía y una botella de agua que recién acaba de pedir.
Deja el dinero sobre la mesa (sabe cuánto cuesta su habitual capricho), se levanta y camina como siempre de regreso por el oscuro corredor que lo conduce a la calle de siempre. Ya es de noche.
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