De miedos y hasta luegos
“No podemos optar entre vencer o morir, necesario es vencer”, una fuerte arenga de José Félix Ribas, quien alzaba los ánimos de aquellos
muchachos, hijos del mantuanaje (y uno que otro pichón de curita) que se
enfrentaban a lo que la historiografía de lo "políticamente correcto" tildó como las huestes de Boves.
Vencieron, sí. Pero la muerte –que no fue opción en aquella
gloriosa fecha de febrero de 1814- se convirtió en una realidad apenas unos
días después cuando ya no había fuerza ni capacidad de enfrentar el empuje de
un líder salido si no del infierno, de las entrañas de la patria misma. No podían,
así, optar entre vencer o morir sino entre morir o vencer. Murieron.
La muerte siempre será una opción, una realidad que está
allí: acechante, real y tangible. ¿Debemos temerle? Seguro, ¿a quién -en esta
cultura judeo-cristiana- le agrada la idea de desaparecer, de dejar de sentir,
de disfrutar, de amar -en fin- de vivir?. ¿Debemos verla como un terrible fatum
al que nos condena nuestra propia naturaleza? Tal vez sí, tal vez no. Todo
depende de nuestra actitud ante la muerte; algo que sólo sabremos si tenemos
clara cuál es nuestra actitud ante la vida. Eso queda de usted.
Siempre, más allá de mi propio credo y sus dogmas, he considerado
que la muerte es el final, incluso para los más fanáticos creyentes de la
resurrección y la reencarnación –que no son más que desesperados esfuerzos de
la fe-; claro, eso sí con la salvedad de ciertos ámbitos, como la política,
donde morir simplemente puede ser un hasta luego.
Como realidad política que hemos construido y seguimos
construyendo, la Revolución de este Siglo y sus liderazgos no escapan de las glorias y las miserias de la
humanidad; mucho menos de sus dichas y sus desgracias. Por ello, no podemos
cegarnos con arengas que –en un esfuerzo desesperado de decreto metafísico-
pretenden negar lo inexorable con deseos e idealismos. Antes que todo, somos
humanidad y en ella radica lo que nos define.
Pensar la naturaleza del hombre, tras navegar en mares
infinitos de corrientes tomistas, liberales, marxistas, conservadoras, aún se
halla en ese lecho indescifrable de laberintos donde se imponen pasiones y razones
en dualidades con polaridades confrontadas entre lo hormonal, las vísceras y lo pragmático-administrativo. Lo
innegable es que podemos ser nuestros propios lobos dominados por esa misma
esencia de bondad descrita por el enciclopedista.
Eso somos, y de ello no excluyo a nadie. El momento de la
verdad está lleno de -precisamente- verdades y de lacerantes heridas. Y ese momento muy probablemente
no será hoy, ni el inminente mañana, pero debemos estar claros de la finitud de
nosotros y de lo que creamos ¿A qué debemos temer? A nosotros mismos, así como
el imperio debe temblar ante su propio espejo.
No hablo de traicionarnos, mucho menos de traidores, ni de
la quimérica victoria del adversario, sino del inexorable fin que llegará tarde
o temprano de manos de la entropía: del caos que nacerá de nuestras propias
entrañas y no tendrá nombres, mucho menos apellidos. Sólo sucederá y –con ello-
surgirán nuevos tiempos donde se superarán modelos, no sé si para bien o para
mal. La historia será la única juez y en ella radicará su único veredicto.
Estar en ella nos reivindica, nos lleva allende la trascendencia de lo que
vivimos, de eso en lo cual creemos: el eterno hasta luego.
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